Cristiano crack
29th August 2013, 12:04
http://www.elconfidencial.com/fotos/noticias_2011/2013031516guardiola_laporta_interior.jpg
Ramón Miravitllas* es periodista y publica esta semana La función política del Barça (Los Libros de La Catarata), donde aborda las relaciones entre el club catalán y la política española. De dicho volumen se ha extraido el presente fragmento, que trata de la manera en que la llegada de Pep Guardiola cambió la situación de Joan Laporta en la presidencia del club.
En este punto, a fuer de sinceridad, el protagonismo narrativo que pivota en un César casi desahuciado (Laporta) y que ha adquirido los tics bárbaros de aquel a quien quiso borrar de los anales (Núñez) debe ceder el paso a un entrenador de excepción, que lo fue de entrada por su formidable posición en el tablero, a una distancia dorada entre el presidente y el entrenador de lujo, blindado en su aura y a tiro de casi nadie. Desde el primer día el míster que tanta fe depositaba en sí mismo encontró a un Laporta aún devastado por los acontecimientos en su contra: carcomido por los tics totalitarios en las relaciones con el mundo exterior, estás conmigo o contra mí, y por otras señas nuñistas; el concepto patrimonial del club, el trato desde lo alto (en Núñez desde la tarima paterno-filial; en Laporta, desde el atril del líder), la no aceptación de la discrepancia legítima, la identificación de fuerzas del mal perseguidoras y, efecto parcial de ello, la batalla a los medios de comunicación no adictos o desafectos. Desde el primer día, pues, el nuevo guía futbolístico quedaba expuesto a esa ósmosis nociva. Sin embargo el guía, porque el término no es inocuo, desde el minuto cero tomó conciencia de su selecto papel, y no otro. Y le fue tan bien que reanimó aquel modelo de Laporta, más muerto que vivo, hasta ser un referente mundial de civismo, juego limpio, catalanismo, pluralidad, democracia, fidelidad a un estilo de juego espectacular, victorias y muchos goles.
Aprovechando hasta la saciedad la involución de una España que la reivindicación estatutaria, mal llevada por ambos lados, había tornado olvidadiza de las complicidades democráticas de la Transición, hosca, intransigente y aquejada de catalanitis, Laporta había proyectado su idea en todos los ámbitos, instrumentalizando políticamente la simbiosis entre fútbol y política, entendida esta como poder espiritual o culto educadamente ayatólico a principios fundamentales, conductores de derechos territoriales. La idea puede designarse como Catabarça —no hay una Catalunya posible sin una Catalunya blaugrana y no hay una democracia perfecta o Catacracia sin una Catalunya absolutamente autosuficiente—. ¿Iba a ser Guardiola, venido del convergente Bassat, un amplificador de los escozores autodeterministas? ¿Incluso de las prácticas seudoespiritistas de iluminados que revelan verdades absolutas en nombre de pueblos? ¿O bien haría una pedagogía de la conciencia nacional tan metódica, pulcra y exquisita como el fútbol que nos había regalado? ¿Qué correlación de fuerzas existiría entre un poderoso influjo del pasado y un presidente radicalizado en las formas y el ideario, que gobernaba con estilo unipersonal junto a unos pocos viejos amigos? ¿Un líder que se servía del club para martillear el sueño de una nación catalana organizada en Estado propio, una aspiración legítima como ciudadano pero que en rigor debía circunscribirse a la opinión de un solo ciudadano? ¿Cómo se relacionaría el brazo futbolístico de Laporta con la Españaespañola?
Los asuntos de la primera plantilla marcharon tan a pedir de boca y con una aportación estética tan grandiosa que todo quedó a merced de la explosión futbolística de Xavi, Iniesta, Messi y etcétera que sacudió el planeta: media docena de goles al Real en su casa, la Liga, la Copa, la Champions (con una victoria holgada ante el Manchester United) y la primera bota de oro para un canterano de La Masia. Si Leo era el Mesías sobre el césped, Guardiola era el Salvador del club, así que al presidente le quedaba el rédito del dedo ejecutor, quizás con la misma flauta de la casualidad que le hizo presidir un club imbatible con Ronaldinho cuando él había prometido a Beckham. ¿Y Laporta? Creciendo y crecido, surfeando sobre la colosal ola Guardiola que convirtió 2009 en un año irrepetible: los títulos citados más dos Supercopas y el Mundial de Clubes. Envalentonado por la reedición ampliada de los éxitos hasta tal extremo que en 2009 no vaciló en pronunciarse a favor de una parte, la catalana-catalana, encarcelada por la Operación Pretoria. Un sector del arco político catalán se rasgó las vestiduras: parecía el emperador Laporta I de Barçalunya cuando alardeó de su aprecio y solidaridad por los presuntos delincuentes Prenafeta y Alavedra, en tanto que barcelonistas y catalanistas, factores que a su juicio conferían a su detención una característica injusta y humillante para Catalunya. Veamos: todo el mundo es libre de mimar a amigos que purgan fortísimas imputaciones judiciales y que hayan aparecido enlodados (y no condenados) en numerosos asuntos turbios. Recuérdese al juez De la Rúa, que absolvió a Francisco Camps, cuando afirmó tener una amistad institucional con el imputado presidente valenciano. Laporta, para quien el Barça era la institución motora de Catalunya por excelencia, tenía una brasa de cariño más que calor institucional hacia la dupla de ex altos cargos pujolistas preventivamente encarcelados. Curiosamente Laporta no sintió feeling por la catalanidad-catalanismo del alcalde socialista de Santa Coloma también detenido en la operación, a quien destinó la escueta presunción de inocencia, ya que —resulta fácil de deducir— no pertenecía a la categoría de catalán de primera y su detención no constituía agravio alguno a la patria. Distingos al margen, el problema seguía siendo el mismo: un simple ciudadano que se envolvía en el cargo deportivo para obtener rango político público.
To be continued...................
Ramón Miravitllas* es periodista y publica esta semana La función política del Barça (Los Libros de La Catarata), donde aborda las relaciones entre el club catalán y la política española. De dicho volumen se ha extraido el presente fragmento, que trata de la manera en que la llegada de Pep Guardiola cambió la situación de Joan Laporta en la presidencia del club.
En este punto, a fuer de sinceridad, el protagonismo narrativo que pivota en un César casi desahuciado (Laporta) y que ha adquirido los tics bárbaros de aquel a quien quiso borrar de los anales (Núñez) debe ceder el paso a un entrenador de excepción, que lo fue de entrada por su formidable posición en el tablero, a una distancia dorada entre el presidente y el entrenador de lujo, blindado en su aura y a tiro de casi nadie. Desde el primer día el míster que tanta fe depositaba en sí mismo encontró a un Laporta aún devastado por los acontecimientos en su contra: carcomido por los tics totalitarios en las relaciones con el mundo exterior, estás conmigo o contra mí, y por otras señas nuñistas; el concepto patrimonial del club, el trato desde lo alto (en Núñez desde la tarima paterno-filial; en Laporta, desde el atril del líder), la no aceptación de la discrepancia legítima, la identificación de fuerzas del mal perseguidoras y, efecto parcial de ello, la batalla a los medios de comunicación no adictos o desafectos. Desde el primer día, pues, el nuevo guía futbolístico quedaba expuesto a esa ósmosis nociva. Sin embargo el guía, porque el término no es inocuo, desde el minuto cero tomó conciencia de su selecto papel, y no otro. Y le fue tan bien que reanimó aquel modelo de Laporta, más muerto que vivo, hasta ser un referente mundial de civismo, juego limpio, catalanismo, pluralidad, democracia, fidelidad a un estilo de juego espectacular, victorias y muchos goles.
Aprovechando hasta la saciedad la involución de una España que la reivindicación estatutaria, mal llevada por ambos lados, había tornado olvidadiza de las complicidades democráticas de la Transición, hosca, intransigente y aquejada de catalanitis, Laporta había proyectado su idea en todos los ámbitos, instrumentalizando políticamente la simbiosis entre fútbol y política, entendida esta como poder espiritual o culto educadamente ayatólico a principios fundamentales, conductores de derechos territoriales. La idea puede designarse como Catabarça —no hay una Catalunya posible sin una Catalunya blaugrana y no hay una democracia perfecta o Catacracia sin una Catalunya absolutamente autosuficiente—. ¿Iba a ser Guardiola, venido del convergente Bassat, un amplificador de los escozores autodeterministas? ¿Incluso de las prácticas seudoespiritistas de iluminados que revelan verdades absolutas en nombre de pueblos? ¿O bien haría una pedagogía de la conciencia nacional tan metódica, pulcra y exquisita como el fútbol que nos había regalado? ¿Qué correlación de fuerzas existiría entre un poderoso influjo del pasado y un presidente radicalizado en las formas y el ideario, que gobernaba con estilo unipersonal junto a unos pocos viejos amigos? ¿Un líder que se servía del club para martillear el sueño de una nación catalana organizada en Estado propio, una aspiración legítima como ciudadano pero que en rigor debía circunscribirse a la opinión de un solo ciudadano? ¿Cómo se relacionaría el brazo futbolístico de Laporta con la Españaespañola?
Los asuntos de la primera plantilla marcharon tan a pedir de boca y con una aportación estética tan grandiosa que todo quedó a merced de la explosión futbolística de Xavi, Iniesta, Messi y etcétera que sacudió el planeta: media docena de goles al Real en su casa, la Liga, la Copa, la Champions (con una victoria holgada ante el Manchester United) y la primera bota de oro para un canterano de La Masia. Si Leo era el Mesías sobre el césped, Guardiola era el Salvador del club, así que al presidente le quedaba el rédito del dedo ejecutor, quizás con la misma flauta de la casualidad que le hizo presidir un club imbatible con Ronaldinho cuando él había prometido a Beckham. ¿Y Laporta? Creciendo y crecido, surfeando sobre la colosal ola Guardiola que convirtió 2009 en un año irrepetible: los títulos citados más dos Supercopas y el Mundial de Clubes. Envalentonado por la reedición ampliada de los éxitos hasta tal extremo que en 2009 no vaciló en pronunciarse a favor de una parte, la catalana-catalana, encarcelada por la Operación Pretoria. Un sector del arco político catalán se rasgó las vestiduras: parecía el emperador Laporta I de Barçalunya cuando alardeó de su aprecio y solidaridad por los presuntos delincuentes Prenafeta y Alavedra, en tanto que barcelonistas y catalanistas, factores que a su juicio conferían a su detención una característica injusta y humillante para Catalunya. Veamos: todo el mundo es libre de mimar a amigos que purgan fortísimas imputaciones judiciales y que hayan aparecido enlodados (y no condenados) en numerosos asuntos turbios. Recuérdese al juez De la Rúa, que absolvió a Francisco Camps, cuando afirmó tener una amistad institucional con el imputado presidente valenciano. Laporta, para quien el Barça era la institución motora de Catalunya por excelencia, tenía una brasa de cariño más que calor institucional hacia la dupla de ex altos cargos pujolistas preventivamente encarcelados. Curiosamente Laporta no sintió feeling por la catalanidad-catalanismo del alcalde socialista de Santa Coloma también detenido en la operación, a quien destinó la escueta presunción de inocencia, ya que —resulta fácil de deducir— no pertenecía a la categoría de catalán de primera y su detención no constituía agravio alguno a la patria. Distingos al margen, el problema seguía siendo el mismo: un simple ciudadano que se envolvía en el cargo deportivo para obtener rango político público.
To be continued...................