Pero al mismo tiempo apareció el Madrid resistente de siempre, un club que nunca bajo ninguna circunstancia se da por derrotado, y supo apretar los dientes, una vez más, un partido más, una final más, con su habitual capacidad de supervivencia. Conocemos bien, de tanto verlos, el carácter de los jugadores, pero sólo en los momentos cumbre aparece, transparente, el carácter de un club.
En la final de Milán, la mística del Madrid apareció en todo su esplendor, contrapuesta a la desdicha proverbial del Atlético, un club que a pesar de hacer todo lo que debía para ganar, no pudo salvar el último obstáculo que le quedaba: la fatalidad de su propia historia. En el momento de la verdad, fuera por una decisión arbitral o por un momento clave de determinación, el escudo del Madrid pesó más que el del Atlético. Lo curioso es que el Madrid tiene la extraña virtud de poder ganar Champions sin necesidad de estar al máximo nivel, ni siquiera de ser el mejor equipo, y puede permitirse, como este año, ser el campeón de campeones sin haber ganado a ningún campeón. En el otro extremo, el Barça sólo gana en Europa cuando está a su máximo nivel y en la cúspide de su ciclo ganador; al Madrid le basta con pasar por ahí y llevársela. Una vez más, la victoria del Madrid fue injusta, pero una vez más fue suya. El triunfo no puede empañar la excelente temporada del Barça. Pero le envía una seria advertencia, que por cierto es la de siempre: nunca, nunca hay que dar al Madrid por muerto.